«Mi corazón está
firme, oh Dios, se siente firme mi corazón. Voy a cantar, voy a tocar:
¡Despierta, corazón mío! ¡Despertaos, cítara y arpa, que yo despertaré a la
aurora! Te alabaré entre los pueblos, Señor, te cantaré entre las naciones,
pues tu amor llega hasta el cielo, hasta el firmamento tu verdad.»
SALMOS 57:8-11
No tengo ni cítara
ni arpa. Aunque las tuviera, no sabría qué hacer con ellas. No puedo pedir a
ningún instrumento musical que despierte conmigo al alba... Sin embargo, sí
puedo decir a mi corazón que despierte a la experiencia de la transcendencia a
fin de confesar la grandeza del Dios que se hizo carne en Jesús de Nazaret.
No, no me espera
ningún tipo de instrumento a fin de despertar juntos a la realidad que nos es
oculta a nuestros ojos. Sin embargo, sí es verdad que algo me espera siempre
dispuesto a desentrañar la realidad y mi propia interioridad. Me refiero a una
colección de escritos que recogen la sabiduría de un pueblo. Sabiduría
entretejida con la debilidad de sus autores, pero sabiduría al fin y al cabo.
Las Escrituras siempre están a la espera que me despierte a ellas y a través de
ellas.
Y sí, me despierto.
Me levanto, y allí están, como si se me hubieran adelantado a mi despertar. Me
invitan a leerlas, a meditarlas... Y una vez todos despiertos, ellas y yo, a
través de la lectura de sus páginas noto que algo se mueve dentro de mí: ¡es el
Cristo llamando a mi puerta! Y le abro la puerta, ¡se la abro de par en par!
Así establecemos un diálogo que nadie más, excepto él y yo puede escuchar.
Y en medio de la conversación silente acontece el "milagro". Sin saber por qué, me hallo invocando el nombre del Altísimo, y tomando prestadas las palabras del poeta hebreo le digo: "Apiádate de mí, oh Dios, apiádate, que en ti pongo mi confianza; bajo tus alas me refugiaré hasta que pase la desgracia" (57:2) hasta que pase aquello que, cuando viene a mi memoria, me entristece el alma. Y a la invocación le sucede el denuedo del espíritu que me hace confesar, cuando el sol ya despunta, que el amor de Dios por nosotros llega hasta el cielo...
Y en medio de la conversación silente acontece el "milagro". Sin saber por qué, me hallo invocando el nombre del Altísimo, y tomando prestadas las palabras del poeta hebreo le digo: "Apiádate de mí, oh Dios, apiádate, que en ti pongo mi confianza; bajo tus alas me refugiaré hasta que pase la desgracia" (57:2) hasta que pase aquello que, cuando viene a mi memoria, me entristece el alma. Y a la invocación le sucede el denuedo del espíritu que me hace confesar, cuando el sol ya despunta, que el amor de Dios por nosotros llega hasta el cielo...
Soli Deo Gloria